Las tres primeras semanas
fueron tremendas por el cambio de horario, - aunque la verdad - dormir fue una
excelente y absurda estrategia de escape del AQUÍ Y EL AHORA.
Pasaba despierta toda la noche
y a las cinco de la mañana me empezaba el sueño, a las doce del día me
levantaba, almorzaba o comía como dicen los andaluces, y luego me arreglaba y
me iba a clase de cuatro o cinco horas.
Casi se me pasa el plazo de
poner en orden la matrícula, las fotos, perdí la mañana de tres semanas.
El tercer fin de semana tomé la
decisión de tomarme lo que fuera con tal de adaptarme al horario, y una
almeriense me dio un sobre de tila, la tila y otro revuelto de aromáticas, que
no recuerdo, tan efectivas que el sábado estaba despierta a
las siete de la mañana y al fin pude desayunar y disfrutar la mañana de mi
querida Granada.
Como llegué con mi equipaje de
miedos, mi idea inicial fue que iba a estar de la residencia a
la universidad y de la universidad a la residencia y Dios puso un
ángel chileno en la mesa de la residencia y todas las noches luego de
clase entre nueve y media y once de la noche caminé Granada.